lunes, 13 de noviembre de 2006

Una historia que no me contaron en el colegio

Potosí (Bolivia), Octubre de 2006



Tras el terrible viaje de ocho horas en ómnibus desde Villazón, la primera ciudad boliviana que encontré después de dejar atrás la Argentina, donde el viaje transcurrió por una carretera polvorienta en el desierto árido del altiplano, nos asomamos al cerro rico de Potosí. Por todo el valle se desparramaban casetas de no más de un piso de altura y las gentes, la mayoría vestidas humildemente con vestidos de colores y sombreros, hacían vida en la calle tratando de ganarse algún boliviano mediante alguna paradita de productos típicos de la zona y demás.

La primera sensación que me abordó es que Potosí es una ciudad en ruinas. La terrible sombra de una época rica que se desvaneció de la noche a la mañana. La pista la encuentro en algunas postales turísticas y retratos de la ciudad donde se sigue llamando a la ciudad como Villa Imperial de Potosí.

"Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la cuidad de Potosí. De plata eran los altares de la iglesias y las alas de los querubines en las procesiones: en 1658 en la celebración del Corpus Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura.

La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros y los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa.

Vena yugular del Virreinato, manantial de plata de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según el censo de 1573. Solo 28 años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenia la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más ricas y grandes del mundo".

Nada más alojarme en un pequeño hotel de la ciudad, salí a caminar por el centro de la ciudad y recorrer sus calles. Eran poco más de las siete de la tarde y los últimos rayos del sol se desvanecían entre los cerros y las nubes oscuras que anunciaban una tormenta. Caminar por Potosí no es nada fácil. La ciudad se encuentra en pendiente y al mínimo esfuerzo que haces, los pulmones te recuerdan que estas a 4.200 metros de altura, así que mejor te lo tomas con calma.

Paseo por la calle Bolívar en dirección a la plaza 10 de Abril, sobre suelo empedrado y pasajes angostos. Las gentes me miran con entusiasmo y otras pasan con la cabeza baja mirando a sus pies. Enseguida me doy cuenta que mis dimensiones no son a las que deben estar acostumbrados.

A la mañana siguiente me dirijo a la Casa de la Moneda, la mejor obra arquitectónica civil que dejaron nuestros antepasados. En este lugar, se fundía en altas temperaturas los lingotes de oro y plata para acuñar las monedas que marchaban a ultramar. Ahora mismo, este lugar es el museo más importante de la ciudad y allí uno descubre más cosas sobre el fascinante pasado de la antigua ciudad colonial .

"La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj Orcko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantumarca, los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso por entre las altas cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los tiempos siguientes".

"Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al templo del Sol en Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las minas del Colque porco y Andacaba no salían de los limites de reino: no servían para comerciar, sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso, una voz cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: “No es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que vienen demás allá”. Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó el cerro. Antes le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potojsí, que significa: “truena, revienta, hace explosión”.

Los que vienen de más allá” no tardaron mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545, el indio Huallpa corría tras una llama que se le escapaba y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española".





"Fluyó la riqueza. El emperador Carlos V dio pronto señales de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo con esta inscripción: “Soy el cerro rico de Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes”. Llovían los buscadores de tesoros sobre el inhóspito paraje. El cerro, a casi 5.000 metros de altura, era el más poderoso de los imanes, pero a sus pies la vida resultaba dura e inclemente: se pagaba el frío como si fuera un impuesto y en un abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada brotó, en Potosí junto con la plata".

"América era, entonces una basta bocamina centrada, sobretodo, en Potosí. Algunos escritores bolivianos, inflamados por excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del Palacio Real al otro lado del océano. También se dice, y esto es más duro, que otro puente de las mismas características podría haberse construido con los restos de los indios muertos que trabajaron en las burdas tareas de arrancar la plata del cerro".

"Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, sólo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo., pero el caballero se fugó con los diamantes".

"Bolívia hoy es uno de los países más pobres del mundo y podría jactarse de haber nutrido la riqueza de los países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América".

Conmocionado y fascinado a la vez, salgo de la Casa de la Moneda y me dirijo a una antigua torre de unos 60 metros desde donde puedo observar la ciudad desde una perspectiva única. En la torre, Geraldine, me explica de una manera fantástica la historia de los edificios arquitectónicos de interés que sobresalen entre la bullicie de casitas pegadas unas al lado de la otra en los cuatro puntos cardinales. Por allí vemos la iglesia de San bernardo, por allá, la de San Francisco, construida de piedra donde antiguamente pasaba un pequeño río que dividía en dos partes la ciudad: por un lado estaba la clase minera empobrecida y por otro la nueva aristocracia colonial rampante .

Observo que existen pequeñas oficinas turísticas que organizan viajes a las minas. No puedo creerlo. Te lo montan como si fuera un Zoo. “Pague la entrada y le llevaremos a ver a los pobres animalitos”, pensaba para mis adentros. En seguida desaparece de mi cabeza la idea: nunca me gusto ver trabajar a nadie, y menos en esas condiciones. Odio los turistas de clase media que disparan sus cámaras fotográficas como si se tratara de una terrible enfermedad. Sin embargo, Guilder me convence de que no puedo irme de Potosí sin visitar el cerro rico. Me propone que lo vea desde otro punto de vista: “una vez allí dentro podrás tener una idea de cuales son las condiciones de vida de los mineros de hoy y de hace 500 años”me dice el dueño de la agencia.

Acepto y quedamos a las 14:30 para subir al cerro. Durante el ascenso por las calles angostas me doy cuenta que se multiplican tiendas de picos, palas, carretillas y herramientas necesarias para la minería. Guilder me explica que hay tres tipos de mineros: en primer lugar tenemos a los más jóvenes que oscilan entre los 10 y 25 años de edad. Estos realizan las tareas más duras. Entran con carretillas hasta dentro y bajan los niveles que sea necesario para subir runa entre 50 y 80 Kg. de peso. Cada viaje es remunerado por 1 boliviano (0,12 US $). Para ganarse decentemente la vida dan entre 40 y 60 viajes al día.

Por otra parte tenemos los que pican dentro de la mina. Trabajan 16 horas, ya sea de día o de noche (dentro de la mina da igual) 6 días a la semana y cobran unos 1.000 US $ mensuales.

Los más mayores y con más experiencia, diezmados físicamente por las arduas tareas de años anteriores, suelen trabajar fuera de la mina y realizan trabajos de menos esfuerzo físico así como también se encargan de guiar y dar consejo a los más jóvenes sobre como y donde colocar la dinamita, distinguir las brechas principales, etc. Sus sueldos oscilan sobre los 300 US $ mensuales. A todos ellos hay que sumarles el polvo de los minerales que se pegan en los pulmones hasta destruirlos. “La vida media de un minero es de 45 años”, me dice Guilder.

Debidamente equipado para adentrarme en las entrañas del cerro con mi traje de plástico, botas y casco minero con la única luz de una pequeña linterna adherida al casco, Guilder me recomienda que compre unos gramos de hoja de coca, unos cigarrillos y una botellita de alcohol que los mineros suelen tomar para reducir la fatiga. Me asombra saber que la botella de alcohol es de 96º!

Durante los primeros pasos detrás de Guilder, recuerdo las palabras de la guía en la Casa de la Moneda. La plata y el oro de América penetraron como un ácido corrosivo por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa y, al servicio del naciente mercantilismo capitalista, los empresarios mineros convirtieron a los indígenas y a los esclavos negros en un numerosísimo “proletariado externo” de la economía europea. Los indios de las Américas sumaban no menos de 70 millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron en el horizonte. Un siglo y medio después, se habían reducido en tres millones y medio.

"En tres centurias el cerro rico de Potosí quemó ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y con sus hijos, rumbo al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban jamás. Los españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de la mano de obra. Muchos de los indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran las terribles condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban. El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de indias, en 1550, que Potosí era la “boca del infierno” que anualmente tragaba indios por millares y millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales como animales sin dueño".

"Los caciques de las comunidades tenían la obligación de reemplazar a los “mitayos” que iban muriendo con nuevos hombres. El corral de repartimiento, donde se adjudicaban los indios a los dueños de las minas y los ingenios, una gigantesca cancha de paredes de piedra, sirve ahora para que los obreros jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos, un montón de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí".

La visita a las entrañas de cerro no me deja indiferente. No solamente me siento cansado después de haberme arrastrado por las sinuosas galerías centenarias de la mina. Un sentimiento pesado y plomizo arrastra mi espíritu: el eco de voces etéreas y almas furiosas que durante siglos claman justicia.


* Los textos entrecomillados pertenecen a la célebre obra de Eduardo Galeano "La venas abiertas de America Latina".

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